La pandemia nos ha dejado un infierno de baja intensidad del que no nos van a sacar falsas soluciones mágicas, sino la proliferación de distintas fórmulas activismo y organización social. Las redes de ayuda mutua nos enseñan cómo, más que historias individuales excepcionales, los activismos que provocan un efecto imitación serían los de aquellas personas con las que nos podemos identificar. Más que sacrificios heroicos, necesitamos compromisos fuertes pero asumibles por cualquiera. Una participación que surja de donde estamos y desde lo que somos, que arraigue en lo cotidiano y pueda ser habitable, que permita a cualquiera poner sus habilidades y capacidades al servicio del bien común.
(…) Probablemente no baste con esto para lograr las transformaciones socioeconómicas y culturales que la emergencia ecosocial nos plantea, pero no es un mal punto de partida. Thoreau afirmaba que si has construido castillos en el aire, no has perdido el tiempo pues ahí es donde deben estar; posteriormente lo que toca es poner los cimientos. El movimiento protagonizado por las redes de ayuda mutua durante la pandemia es el suelo fértil donde instalar cimientos y sembrar las semillas de cambios más profundos y perdurables. Buena parte de nuestra esperanza a la hora de mirar al futuro reposa en esas minúsculas semillas, nuestra capacidad de cuidarlas y ver en ellas su potencialidad para desplegar las mejores versiones de lo que somos capaces como sociedad.
Estos párrafos pertenecen a uno de los últimos capítulos del texto que os acercamos hoy (Solidaridades de Proximidad. Ayuda mutua y cuidados ante la Covid19; Grupo cooperativo Tangente –descargar aquí-)
un libro, a nuestro entender, de imprescindible lectura para cualquier persona o colectivo que, desde una realidad barrial, pretenda impulsar las bases para que la ayuda mutua y la reciprocidad se conviertan en engrasadas herramientas populares vecinales para hacer frente a las diversas crisis que va a traer consigo (algunas ya las tenemos encima) la descomposición del sistema capitalista tal y como lo conocemos.
El objetivo del texto, que está basado en un minucioso análisis sobre cerca de 120 experiencias concretas de apoyo mutuo llevadas a cabo en el Estado español durante la pandemia, se puede resumir en estas palabras publicadas a finales del pasado marzo por uno de sus autores:
A dos años de la declaración del estado de slarma conviene recordar como en una situación de emergencia, ante el fallo y la impotencia de los mecanismos de mercado (intercambio) y de las políticas públicas (redistribución) para resolver las necesidades básicas de miles de personas, se activó una lógica comunitaria basada en la reciprocidad. Esta movilizó una economía moral, que tenía más que ver con valores y normas culturales como la empatía, el altruismo, la solidaridad y la justicia, que con el cálculo en términos monetarios o la inmediatez en la devolución de favores.
(…) Las redes vecinales surgidas durante la pandemia vendrían a ratificar estas ideas, siendo una mezcla de las respuestas espontáneas de comunidades del desastre y de la experiencia acumulada durante décadas por los tejidos asociativos a la hora de establecer mecanismos de solidaridad colectiva.
(…) No se trata de pretender universalizar y hacer permanentes los patrones de comportamiento que acontecen en momentos extraordinarios, sino de ser capaces de identificar los aprendizajes que deberíamos sistematizar y protocolizar de cara al futuro.
Pandemia, desbastecimientos, Guerra en Europa, crisis energética, coaliciones de gobierno con extrema derecha… son las piezas que vistas como problemas aislados y coyunturales nos impiden ver el puzle de la emergencia ecosocial que las conecta. Ahora vamos siendo conscientes de que los fenómenos disruptivos y las situaciones de crisis van a volverse recurrentes, por lo que desperdiciar y desaprovechar las enseñanzas derivadas de la experiencia de las redes de ayuda mutua sería un error imperdonable.
Su análisis en conjunto de las experiencias de ayuda mutua durante la pandemia, se pueden ver en estos párrafos:
Resulta indudable la importancia que ha jugado la existencia previa de entidades o redes articuladas con antelación a la pandemia. Esta dimensión relacional y autoorganizada se ha sostenido de forma determinante sobre una red de infraestructuras físicas gestionada por los tejidos sociocomunitarios, que ha demostrado una enorme versatilidad y flexibilidad para reconvertir sus locales de forma que se volvieran funcionales para organizar la solidaridad comunitaria. Una diversa malla compuesta por centros sociales, locales vecinales, clubes deportivos, salas de teatro, espacios ocupados o huertos comunitarios; que se ha visto reforzada por restaurantes o escuelas de cocina que se usaban para alimentar comedores populares, panaderías y comercios locales que se convertían en epicentros barriales para la recogida y distribución de alimentos.
(…) Las redes de ayuda mutua serían una mezcla de espontáneas comunidades del desastre, con la experiencia acumulada durante décadas por los tejidos asociativos a la hora de establecer mecanismos de solidaridad colectiva. Las respuestas extraordinarias, lo sorpresivo y lo espontáneo ante la urgencia, se apoyan en ordinarios patrones organizativos aprendidos previamente por los activismos, que deben entenderse como una especie de retaguardia invisible. Todo ello, nos da una idea de lo fundamental que es contar con un tejido social fuerte con antelación a la llegada de las catástrofes. Resulta determinante disponer de personas que sean capaces de tomar decisiones de forma conjunta, organizar tareas y responsabilidades en grupo, definir sistemas de gobernanza organizacional democráticos y participativos, gestionar conflictos internos o dominar herramientas comunicativas eficaces. Se ha producido una simbiosis muy productiva entre las iniciativas que surgieron de forma espontánea y las que venían de organizaciones formalmente constituidas. Las primeras aportando nuevas formas organizativas, personas con menor experiencia asociativa y aproximaciones novedosas a la acción ciudadana. Las segundas, poniendo su experiencia e infraestructuras al servicio de las necesidades que se iban sucediendo. Dicha simbiosis, no exenta de conflictos, ha puesto en diálogo diversas tradiciones comunitarias y culturas organizacionales, evidenciando una característica de muchas innovaciones sociales a nivel local, que combinan “las profundas estrategias de los maestros del ajedrez con las tácticas rápidas de los acróbatas”.
Pero su visión es a más largo plazo, más allá de lo sucedido en estos dos años:
(…) En situaciones excepcionales y de emergencia, cuando los grandes dispositivos fallan, la infraestructura social puede resultar determinante para nuestra supervivencia. Los vínculos familiares o comunitarios extensos, el volumen de interacciones cotidianas que incitan a preguntar y preocuparse por la situación de personas vulnerables conocidas, la existencia de comercio de proximidad de uso diario, la pertenencia a redes informales o a experiencias asociativas se relacionan con menores tasas de mortalidad. La epidemiología suele establecer relaciones directas entre vínculos vecinales, salud y longevidad; pero para que estas relaciones de ayuda mutua se encuentren disponibles en el momento necesario hace falta la existencia de una infraestructura que las sostenga en el tiempo.
(…) Igual que los espontáneos ejercicios de solidaridad entre desconocidos se apoyan sobre los tejidos sociocomunitarios preexistentes y los aprendizajes heredados de las experiencias pasadas, el aprendizaje por “shock” solo se consolida cuando sirve como materia prima capaz de nutrir al aprendizaje por “anticipación”, logrando hacer pedagogía de la situación excepcional vivida antes de que llegue el nuevo desastre que nos acecha a la vuelta de la esquina. Educar, convencer, concienciar y lograr persuadir para que la gente proceda a implicarse en los procesos de cambio. Y es que, paradójicamente, evitar o minimizar el impacto de una catástrofe futura requiere de poder compartir y divulgar las enseñanzas derivadas de las catástrofes precedentes.
(…) La mejor forma de anticipar el futuro es construirlo, por lo que resulta determinante que las iniciativas sociocomunitarias dispongan de itinerarios seductores a los que la gente puede sumarse, tanto individual como colectivamente. Estas prácticas deberían ser capaces de acompañar los cambios que la gente necesita introducir en sus vidas y, simultáneamente, promover transformaciones radicales a pequeña escala.
En una primera mirada superficial, nos puede chirriar el tono ciudadanista y ciertos planteamientos reformistas que encontramos en el análisis, pero, si profundizamos y saber leer entre líneas, podemos ver que ese análisis aborda cuestiones de fondo:
La crisis ecológica es uno de los factores determinantes para explicar el origen de la pandemia así como su evolución, pues sus efectos se superponen y retroalimentan otras dinámicas relacionadas de opresión e injusticia (exclusión social, racismo, heteropatriarcado, colonialismo…). La pandemia ha afectado de forma diferenciada, en función de la clase social, el género, el lugar de residencia, la situación administrativa o la actividad profesional, profundizando todas las desigualdades sociales. Los movimientos por la justicia ambiental vienen denunciando desde hace décadas cómo la crisis ecológica afecta especialmente a estos grupos sociales más desfavorecidos.
El choque con los límites biofísicos implica la convergencia de la crisis social con cuestiones ambientales como la emergencia climática, la pérdida masiva de biodiversidad, el deterioro de los ecosistemas primarios, la contaminación, el agotamiento de los recursos o el declive de los combustibles fósiles. Hay un consenso unánime entre la comunidad científica y los distintos organismos internacionales al plantear que nos estamos adentrando en una crisis civilizatoria sin precedentes en la historia.
En este contexto ecológicamente hostil lo anómalo se va a volver recurrente y aumentar la resiliencia de nuestras sociedades se torna un imperativo. No sabemos por anticipado qué formas tomará, pero podemos estar seguros de que la situación excepcional vivida durante la pandemia supone un avance de las nuevas emergencias que están por llegar.
(…) Sabemos que las tareas de cuidado, por los roles de género que reproduce de forma constante el patriarcado y se encarga de apuntalar el capitalismo, recaen de forma mayoritaria sobre las mujeres. Bajo este prisma, no parece extraño encontrarse con que estas sean mayoría en aquellas iniciativas basadas en el apoyo y el cuidado de otras personas.
Muchas de las respuestas ciudadanas ante la pandemia han conectado con una ética del cuidado caracterizada por su orientación hacia lo micro, hacia la informalidad de las redes horizontales de comunicación y colaboración social; el peso de la vida y de la salud en las decisiones; o la consideración proactiva y práctica de valores igualitarios.
¿Qué pasaría si estas actitudes y conductas, en lugar de darse como respuestas inconscientes pero eficientes frente al patriarcado, fuesen respuestas que procedieran de una ética del cuidado más democrática?
Por eso, además de incidir en el apoyo mutuo, observa también lo relacionado con la reciprocidad o economía del don:
Hace varias décadas antropólogos como Bronisław Malinowski o Marcel Mauss describieron sociedades vertebradas a partir de lo que denominaron economías del don. En ellas, el principal mecanismo de intercambio para lograr muchos objetos de valor no era el mercado o el trueque, sino que se regalaban sin un acuerdo previo y sin expectativas de recibir recompensas por ello. El regalo se convertía en un vínculo que comprometía a regalar, no necesariamente a la misma persona, pero sí a mantener viva la cadena de interacciones, apostando por un futuro compartido a largo plazo. Estas prácticas de reciprocidad generalizada funcionaban como mecanismos de cohesión comunitaria.
En una situación de emergencia, ante el fallo y la impotencia de los mecanismos de mercado (intercambio) y de las políticas públicas (redistribución) para resolver las necesidades básicas de miles de personas, se ha impuesto una lógica comunitaria basada en la reciprocidad.
Y es que las redes han funcionado como una política pública desde abajo con capacidad de activar recursos, coordinar actores y crear servicios de intervención mediante mecanismos participativos. Estas han movilizado una economía moral, que tiene más que ver con valores y normas culturales como la empatía, el altruismo, la solidaridad y la justicia, que con el cálculo en términos monetarios o la inmediatez en la devolución de favores.
Las redes de ayuda mutua han garantizado el derecho a la alimentación y satisfecho otras muchas necesidades mediante un alto grado de participación y organización colectiva, asegurando la provisión de bienes y servicios para decenas de miles de personas. Aunque fuese temporalmente y con un carácter restringido, en barrios y municipios se impuso esta cultura de la reciprocidad expandida.
Los mecanismos informales y anónimos de solidaridad entre desconocidos funcionaron en muchos casos como una traducción a nuestras realidades de las economías del don.
Para quienes prestamos una especial atención a los barrios y su organización vecinal popular, os recomendamos especialmente el capítulo 4 del texto, titulado Redescubrir lo próximo y lo comunitario. En él vais a poder encontrar párrafos como estos
El confinamiento ha implicado redescubrir la idea de barrio y su importancia a la hora de satisfacer nuestras necesidades en proximidad. Las limitaciones de movilidad han implicado una revalorización de esta esfera local, así como una oportunidad para profundizar en el conocimiento de las personas con las que convivimos (relaciones de vecindad y redes informales…) y de nuestro entorno inmediato (comercio de proximidad, acceso a equipamientos colectivos, zonas verdes y espacio público, densidad del tejido social…).
(…) Lo barrial se ha evidenciado como la escala donde la gente suele implicarse con mayor facilidad, logrando ejercer un protagonismo y percibir la importancia de sus acciones.
Asociaciones vecinales, feministas, de personas migrantes, de afectadas por las hipoteca, ecologistas, sindicales, AFAs, hermandades religiosas, grupos de Cruz Roja, Cáritas, peñas de las fiestas, grupos scouts, clubes deportivos locales, comercios, cooperativas, centros sociales autogestionados…, y en muchos casos servicios públicos como centros de salud o servicios sociales, han entrado en diálogo o han establecido algún tipo de mecanismo de coordinación estable a escala de barrio o distrito
(…) Una parte significativa de la infraestructura social movilizada en nuestras ciudades se ha desarrollado durante años de forma autónoma, sin contar con respaldos o ayudas institucionales; o incluso teniendo que hacer frente a normativas que dificultaban su desarrollo y a situaciones de hostilidad institucional.
(…) En esta crisis el papel jugado por el comercio local ha sido muy significativo, pues además de servir de lugar donde abastecerse también ha operado como un dispositivo comunicativo.
(…) Las redes de ayuda mutua plantean la necesidad de invertir recursos para reparar, sostener y mejorar la infraestructura social de los barrios y municipios de forma preventiva; y fortalecer los tejidos sociocomunitarios antes de que lleguen nuevas crisis:
“Hace falta estructura comunitaria estable en el tiempo: redes y planes que ayuden a trabar complicidades y consensos entre el tejido social; facilitar una relación más fluida con técnicos municipales y servicios públicos; diluir las etiquetas y los prejuicios ideológicos de las administraciones y la sensación de castigo o discriminación hacia entidades que puedan ser percibidas como reivindicativas; que los servicios municipales pisen más la calle y puedan pulsar mejor la realidad”
(…) Ante la incertidumbre, el miedo, el dolor, el desasosiego, la frustración y crispación, activistas y voluntariado participante en estas experiencias expresan lo importante que ha sido haber activado al tejido comunitario como espacio de acogida, de reconocimiento de nuestras fragilidades, de potencia colectiva, de esperanza activa que capacita y moviliza frente a la desesperación.
“Ha supuesto la recuperación de un espíritu vecinal y comunitario que estaba muy tocado. En zonas/pueblos de mediana y gran dimensión era fundamental una iniciativa de estas características y han dejado un poso para el futuro”
(…) Las iniciativas han permitido en muchos barrios que vecinos y vecinas se conocieran, compartieran su realidad, sus dificultades en torno a la vivienda, alimentación, empleo, extranjería… ampliando la idea de que dichos problemas no tienen un origen individual, sino que comparten una raíz común relacionada con el modelo socioeconómico. Estas dinámicas han coincidido con un redescubrimiento de los lazos de vecindad, donde el esfuerzo por mantener la distancia física se combinaba con la necesidad de alentar la cercanía social. Una vez que durante el confinamiento la convivencia en proximidad se ha revelado como el nuevo escenario de nuestra vida, dejando de ser algo electivo, mucha gente ha vivenciado tanto la importancia, como el placer asociado a pertenecer a una comunidad local. Lo que nos ha permitido sorprendernos conjuntamente por “todas las cosas que se pueden impulsar desde la ciudadanía”. Las catástrofes parecen servir para fortalecer los mecanismos de evolución social, las personas suelen atender al bienestar grupal y se implican en realizar aportes significativos a la comunidad. La ayuda y la cooperación se vuelven un comportamiento adaptativo que tiene recompensas hormonales, emocionales y culturales. La supervivencia individual se liga a la colectiva y se generan intensos vínculos sociales
En esta cuestión, vuelve a poner sobre la mesa algunas de las cuestiones tan profundas como básicas:
Las redes vecinales pusieron en marcha estrategias para generar redes de afectos, desarrollando vínculos más allá de la primera necesidad de alimentación. El objetivo era potenciar relaciones de confianza, fundamentales para evitar la vergüenza de recibir ayuda y también para trabajar con otros problemas como la soledad no deseada o la depresión. Este apoyo ha sido una de sus labores fundamentales, aunque resultaba menos visible que el reparto de alimentos. Muchas iniciativas ayudaron a transformar emociones que suelen ser desmovilizadoras (vergüenza, culpa, tristeza o depresión) en otras con mayor poder de movilización (esperanza, ilusión que aporta la cooperación, indignación por la situación social).
(…) La emergencia de las redes de ayuda mutua cuestiona el constructo ideológico del homo economicus, de ese ser abstracto cuyas relaciones sociales se basarían en la búsqueda del beneficio personal a partir del cálculo económico y la toma de decisiones racionales.
(…) La capacidad de improvisación es un elemento fundamental ante situaciones inesperadas y potencialmente peligrosas. Genera dinámicas nuevas, aporta frescura y rapidez de respuesta. Muchas redes que no partían de una organización preexistente o que habían sido creadas a partir de colectivos que previamente no trabajaban conjuntamente, se han visto obligadas a improvisar sus maneras de funcionar, ensayando múltiples formas organizativas según las condiciones y las necesidades iban cambiando.
El resultado ha mostrado una capacidad de autoorganización ciudadana muy elevada. Las habilidades y conocimientos relacionados con la autogestión son fundamentales en las situaciones de urgencia y colapso
Insistimos en que el documento merece una lectura sosegada en su totalidad, pero por si a alguien le quedan dudas sobre ello, dejamos aquí otro ramillete de párrafos que seguramente acaben por convencer a la persona más remisa:
(…) En un contexto de emergencia ecosocial, donde los fenómenos disruptivos y las situaciones adversas van a volverse recurrentes, resulta determinante extraer aprendizajes y sistematizar los aportes de este tipo de iniciativas.
(…) Ya que en el futuro próximo lo extraordinario va a ser más habitual, necesitamos generar un conocimiento que nos ayude a anticiparnos, con criterios de inclusión y solidaridad, a las nuevas situaciones de excepcionalidad que nos esperan a la vuelta de la esquina. Ante la tiranía del corto plazo y las mil urgencias del día a día, no debemos desperdiciar y desaprovechar los aprendizajes derivados de la experiencia protagonizada por las redes de ayuda mutua surgidas durante la pandemia.
Esta investigación pretende aportar su granito de arena en el esfuerzo de extraer pautas y patrones organizativos de éxito, identificar prototipos replicables, reconocer obstáculos y fragilidades, definir claves que aumentan la potencialidad de los colectivos y diseñar formas de articulación capaces de acoger a una diversidad de perfiles poblacionales.
(…) ¿Qué aprendizajes podemos extraer para futuras situaciones de excepcionalidad en el marco de la crisis socio-ecológica y la emergencia climática actual?
Estas han sido las preguntas de partida de la investigación, a las que hemos ido dando respuesta con la colaboración de un centenar de iniciativas sociales y redes de ayuda mutua de nuestra geografía 6 . Experiencias que compartían una serie de rasgos:
Partieron desde abajo, ya fuera desde asociaciones o grupos de personas no organizadas previamente.
Nos ha interesado conocer la potencia de la autoorganización ciudadana y su capacidad para sobreponerse ante situaciones excepcionales, haciendo efectiva la premisa de no dejar a nadie atrás.
Realizaron colectivamente actividades de cuidado y pusieron en marcha estructuras organizativas para articular la solidaridad. Es en la acción colectiva para atender necesidades de toda índole cuando se dan las condiciones para la búsqueda de soluciones creativas, el escalamiento de las iniciativas, la aparición de las tensiones y los conflictos sobre el sentido de lo que estamos haciendo, el trabajo en red… y la forma en la que esto se fue construyendo es la que nos interesaba rescatar e investigar.
Tuvieron como protagonista a la ciudadanía, aunque contaran con apoyo de alguna administración o pusieran en marcha procesos de cooperación público-comunitaria.
(…) Las estrategias de salvación colectivas generan nuevas formas de sociabilidad, fomentan el sentido de pertenencia compartida y el compromiso individual, todo ello, a través de tareas que aportan una sensación de bienestar a quienes las ejecutan, por arriesgadas, sacrificadas o tediosas que sean. Una nueva cotidianeidad que se hace cargo de la fragilidad de la vida y su cuidado como prioridad, que premia comportamientos altruistas, cooperativos o colaborativos. Esto se traduce en la capacidad para redefinir las prioridades y escalas de valores como: poner la vida por encima de la propiedad o la necesidad sobre lógicas legales o cálculos de mercado; el diseño de protocolos para compartir recursos escasos como el agua, los alimentos o las medicinas; la preocupación y el cuidado por los extraños en hospitales de campaña, cocinas colectivas o albergues improvisados; el despliegue de inéditas dinámicas comunitarias.
Las iniciativas solidarias surgidas durante la pandemia vendrían a ratificar estas ideas, reafirmando la importancia que juegan en estas situaciones los tejidos sociocomunitarios: tienen un arraigo en los territorios, atesoran una alta capacidad de improvisación, pueden articular redes informales y movilizar recursos, disponen de una complicidad previa con profesionales de los servicios públicos de proximidad y suelen disponer de canales de diálogo abiertos con las instituciones locales.
La clave entonces no es sólo preguntarnos qué podemos rescatar de esta experiencia para estar mejor preparadas ante nuevas crisis, sino también si aquellas iniciativas puestas en marcha para sobreponernos a las catástrofes pueden extrapolarse de cara a cimentar o inspirar dinámicas alternativas perdurables en el tiempo.
Un muy buen texto para leer, reflexionar, aprender… pero, sobre todo, para ponernos ya, lo antes posible, manos a la acción tejiendo (o retejiendo, o zurciendo los descosidos) nuestras redes vecinales de apoyo mutuo y reciprocidad. Es tan necesario como urgente. Va a ser la única forma de mirar al futuro a la cara y con esperanza.